─Aquí las chicas
no llevan pendientes.
─No.
─Llevan tatuajes
en los tobillos.
─Sí.
─Llevan las
gafas de sol de sus madres.
─Sí. Las que sus
madres llevaban cuando eran como son ellas ahora.
-¿Y cómo son
ellas?
─Putamente
perfectas. Simplemente caminando ya son perfectas.
Y bebieron el
último trago.
─Wes, ¿sabes una
cosa?
─¿Qué?
─El bar lleva
una hora vacío. No hay ni tatuajes en los tobillos ni gafas de sol.
Y empezaron a
reírse a gritos. Y la botella de escocés que habían vaciado entre los dos
aquella noche se reía de ellos, mientras la etiqueta negra, empapada, se
despegaba poco a poco. Pararon de reír y siguió el guion surrealista.
─No hay nadie,
pero nuestro querido y viejo Albert sigue aquí, ¿verdad, Albert?
─Nosotros
asesinamos neuronas aquí cada día y él nunca nos habla mientras tanto.
Albert tenía ya
muchos años. Era el dueño del local más antiguo de la calle. Trabajaba allí
desde los catorce años.
─No sabéis lo
que hacéis.
─Lo sabemos
demasiado bien, y tú también lo sabes.
─A nadie en esta
ciudad le sienta mejor el alcohol que a Wes y a mí. No hay nadie en Londres que
sepa beber tan bien como nosotros.
─¿Eso lo dices
porque nunca os dejáis nada en ninguna copa, no?
─Nunca hay que
despreciar la última gota, Albert.
Albert adoraba
a aquellos dos chicos. Para ellos, Albert llevaba mucho tiempo siendo su
segundo padre. A veces incluso el primero. Ya iba a cerrar el bar, hasta el día
siguiente a las siete de la mañana.
─¿Y dónde vais
ahora, soldados?
─Al Teatro de Su
Condenada y Muy Puta Majestad, a la salida.
─Tenemos cosas
que hacer.
Charlie se hacía
el interesante y Albert ponía una cara que mezclaba cansancio y preocupación.
Albert era uno de los pocos ancianos del mundo que, con más de ochenta años,
todavía era capaz de entender a los jóvenes, capaz de entender lo que significa
ser joven.
─Bien, pues
tened cuidado, pedid perdón y dad las gracias. Siempre.
Y se marchaba
siempre tras decir esa frase, y tras hacer, al despedirse su gesto más
característico. Su tímido saludo militar. Su tímido saludo de visera mientras
se daba la vuelta, llevando los dedos índice y corazón a la sien.
Lo único malo
que Albert había traído a las vidas de aquellos dos especímenes malcriados en
Belgravia era el tabaco Dunhill y el alcohol. Albert vivía en un piso pequeño
en el primer portal que había al doblar la esquina a la derecha, a apenas
veinte metros de su bar. Mientras se iban oyeron cómo Albert metía las llaves
en la cerradura, y cómo cerraba de un portazo la enorme puerta de madera de su
casa.
Los dos chicos
se fueron en la otra dirección. El teatro no estaba lejos, a unos veinte
minutos andando.
Después de
vaciar una botella de escocés serían treinta minutos. Seguramente dos horas.
─¿Quién ha ido
hoy al teatro?
─No sé. Nadie.
─Nadie.
─Monstruos de la
City paseando a sus mujeres y maduritos recién salidos del paro, aspirantes a
pseudointelectuales. Alguna vieja loca y amargada que venga cada semana. Nadie.
─Nadie.
¿Incluyes a Emma en ese grupo?
─No, hoy seguro
que no ha ido. O puede que sí.
─Emma sería la
hija encantadora y ejemplar de uno de los monstruos de la City, ¿no?
─Sí, supongo.
Cada vez que
alguien nombraba a Emma, la sensación era la de tener el corazón latiendo a
toda velocidad mientras baja por el esófago hasta el estómago.
Charlie se puso
un cigarro en la boca, y antes de que se diese cuenta, Wes ya le había puesto
el fuego en la cara. Charlie encendió el cigarro, y Wes se encendió uno para
él. Charlie vio una botella de Smirnoff apoyada en una farola. Quedaban cuatro
dedos. Se agachó, la cogió, le dio un trago y escupió, sacando la lengua mientras
sufría en su estómago los treinta y siete grados de aquel líquido diabólico.
─Dios, estoy
enfermo.
Wes le miró, le
quitó la botella de las manos, le dio un trago y su cuerpo no respondió. Su voz
nunca temblaba cuando se mezclaba con el alcohol. Sus órganos tampoco
temblaban.
─Los enfermos
por beber alcohol son alcohólicos. Los alcohólicos empiezan a ser alcohólicos
cuando beben solos. Si yo bebo de tu botella ya no estás bebiendo solo. Ergo no
eres alcohólico. Ergo no estás enfermo, imbécil.
Charlie se quedó
mirándolo, se paró en seco, todavía con la garganta incandescente, y sonrió.
Seguían caminando, Wes miraba perdido al frente, y se paró al ver que no tenía
a Charlie al lado. Se giró. Y también le miró.
─Hay alcohólicos
que beben con otros alcohólicos.
─Da igual, el
primer síntoma de la alcoholemia es admitir que la sufres. Mientras no lo
admitas, no hay problema.
─Deberías dar
charlas en colegios, o mejor en hospitales. Es difícil decir tantas estupideces
en tan poco tiempo.
─Sí. Mañana, por
suerte, todo lo que estoy diciendo habrá desaparecido.
─¡Entre los
adoquines del viejo Londres, que brillan como placas de oro a la luz de las
farolas!
Seguían andando
hacia el teatro.
─Poesía barata.
─Épica
contemporánea.
─Épica
contemporánea barata.
─No sabes lo que
dices.
─No, yo no, pero
allí, detrás de los contenedores, te espera el fantasma de Lord Byron para
vomitarte en la cara por haberle intoxicado los oídos con ese verso podrido.
Wes ‘el Sentencioso’
y Charlie ‘el Resignado’ pasean de madrugada por las calles de Londres. (National
Gallery, Londres)
─Deberíamos
morirnos y resucitar dentro de un rato.
Wes terminó la
botella de Smirnoff de un trago. Se metió un caramelo de menta en la boca.
Charlie andaba temblando. Hacía frío. Los huesos de sus piernas parecían
encajarse y desencajarse a cada paso. Los dedos que sujetaban su cigarro se
congelaban poco a poco. El teatro ya estaba muy cerca y Emma no estaba en el
teatro. Emma dormía mientras los dos soldados reptaban hasta el banco que había
delante del Teatro de Su Majestad. Y cuando llegaron encendieron un cigarro
cada uno.
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